viernes, 3 de julio de 2009

Adiós, amigo querido, adiós, adiós...

Hoy, al volver de mi trabajo más temprano que lo habitual, encontré caído un árbol del jardín.

Al abrir la puerta cochera, en medio de una lloviznita, de un chipi-chipi que empezaba, lo vi.

Caído, recargado sobre la casa, como si se hubiera cansado de estar siempre de pie en el rincón del jardín, sirviendo de sostén a los nidos de los pajaritos que nos alegran con sus trinos, y algunas veces a guirnaldas de flores, ornamento de reuniones familiares.

Fiel compañero de juegos de mis hijas cuando pequeñas, de mis nietecitos ahora, siempre bello integrante del pequeño paisaje doméstico, laurel de la India que mi esposa me obsequió en los primeros años de una vida feliz, cuando los sueños nos invadían y el amor y el cariño empezaban a crecer.

Y hoy se cansó.

Hoy quiso decirnos adiós.

Amigo árbol: Te cansaste. Caíste sobre la casa, con delicadeza, con cariño, sin lastimar a nadie, sin siquiera causar un rasguño, sin que tus ramas quebraran el cristal de la ventana ni arrastraran los cables de las instalaciones... simplemente te fuiste cayendo suavemente, suavemente...

Pero ¿qué digo? Sí, sí hubo lastimados. Los que te queremos. No porque tú hubieras querido lastimarnos, no, árbol bueno, no. Sino porque el amor tiene sus tristezas. Y ya.

Adiós, amigo querido, adiós, adiós... hasta nunca, hasta siempre.

Te amo, te amé, te amo.

Adiós.

Coyoacán, a 3 de julio del 2009.